Declaración por una alianza birregional sustentada en la justicia, la equidad y diversificación económica
Estimados y estimadas líderes,
La Cumbre EU-CELAC de 2025 representa un punto de inflexión para redefinir la relación entre nuestras regiones. No se trata únicamente de renovar compromisos políticos, sino de construir una asociación capaz de transformar las asimetrías históricas que han dado forma a nuestros vínculos. América Latina y el Caribe deben trascender su papel como proveedores de materias primas sin valor agregado y sin aportar al cierre de brechas sociales, económicas y ambientales, para convertirse en un socio estratégico que ponga sus condiciones bajo una nueva cooperación birregional donde la justicia, la equidad y la diversificación económica, sean los pilares de una transición energética verdaderamente justa.
El llamado a la acción climática y la desigualdad estructural exigen una visión compartida que reconozca las diferentes capacidades y responsabilidades de nuestras regiones. En vísperas de la COP30, esta Cumbre ofrece la oportunidad para avanzar hacia un nuevo modelo de cooperación que incorpore la justicia climática en todas sus dimensiones: ambiental, social, económica y de género.
Así, un acuerdo EU-CELAC debe trascender la lógica extractivista y apostar por la generación de valor compartido en todos nuestros territorios. La transformación energética, y en particular, la expansión de las energías renovables solo será sostenible si es capaz de impulsar la industrialización de nuestra región, generar empleos dignos y fortalecer las economías locales. Por ello, resulta fundamental que los acuerdos birregionales incluyan compromisos trazables para el desarrollo de cadenas de valor sostenibles y capacidades tecnológicas propias, especialmente alrededor de los minerales indispensables para la transición.
El auge de la demanda del litio, el cobre o el níquel no puede replicar los patrones de dependencia del pasado. Las inversiones europeas deben alinearse con estándares sociales y ambientales estrictos, garantizando el respeto a los derechos humanos, la consulta y el consentimiento libre, previo e informado de las comunidades, así como la protección de ecosistemas estratégicos. La transición energética no puede construirse sobre nuevas zonas de sacrificio, sino sobre la base de la justicia territorial y la soberanía de las comunidades.
La cooperación birregional debe también acelerar la eliminación progresiva y justa de los combustibles fósiles. Alcanzar una matriz 100% renovable en América Latina y el Caribe para el 2050 requiere mecanismos de financiamiento predecibles, transferencia tecnológica efectiva y reglas que permitan a los países de la región reducir su dependencia fiscal del petróleo, el carbón y el gas sin poner en riesgo el bienestar de sus poblaciones. En este sentido, solicitamos que la declaración final de la Cumbre:
- Reconozca explícitamente el papel estratégico de América Latina y el Caribe en la transición energética justa global, promoviendo un marco de cooperación para la producción y el comercio de energías renovables basado en condiciones justas, sostenibles y con beneficios locales tangibles.
- Considere que los minerales para la transición energética es un tema prioritario en la agenda política y disponga que toda su cadena de valor, desde la exploración hasta el reciclaje, se rija por criterios de trazabilidad, justicia socioambiental y debida diligencia en derechos humanos, garantizando participación efectiva y beneficios concretos para las comunidades en los territorios.
- Establezca compromisos concretos para el apoyo a la diversificación económica de la región como base de la transición justa, orientados a la creación de empleo, la producción y transferencia tecnológica y la reindustrialización verde de la región.
- Promueva la coherencia de las políticas financieras y comerciales de la UE con los objetivos del Acuerdo de París, dirigiendo las inversiones públicas y privadas fuera de los combustibles fósiles y hacia una transformación justa e inclusiva.
Finalmente, este vínculo debe construirse sobre la confianza mutua y la participación activa de la sociedad civil, los pueblos indígenas, las mujeres, las juventudes y las comunidades locales. Sin su voz, no habrá legitimidad ni sostenibilidad posibles.
La Cumbre CELAC–UE 2025 es una oportunidad para demostrar que la cooperación entre nuestras regiones puede ser mucho más que un encuentro diplomático, y convertirse en el punto de partida para la suscripción de un nuevo contrato birregional, sustentado en la justicia, la equidad y la prosperidad compartida.
Desde el corazón de la Amazonía, lugar donde se llevará a cabo la COP 30, alzamos la voz con un mensaje contundente: la transición energética justa no puede seguir siendo un compromiso abstracto; es el momento de transformarla en una obligación ética, social y política.
A tan solo días de comenzar la COP, América Latina, como uno de los territorios más vulnerables al cambio climático, hace un llamado al mundo a abandonar el modelo extractivista, a construir economías diversificadas y a garantizar que el financiamiento climático sirva para generar transformaciones reales y no aumentar el déficit fiscal de nuestros países. Las organizaciones involucradas en Así va la energía en América Latina abogamos por una hoja de ruta global para la salida progresiva de los combustibles fósiles, vinculada con la justicia social, el empleo digno, la soberanía energética y el desarrollo de modelos energéticos democráticos e inclusivos.
Belém debe ser un símbolo de esperanza y también de acción: un hito para redefinir cómo el mundo financia, gobierna y comparte los beneficios de la transición energética.
Durante décadas, nuestra región ha sido sacrificada a costa del desarrollo de otras naciones. Petróleo, carbón, gas y minerales críticos han sostenido economías externas, mientras nuestras comunidades han cargado con los costos ambientales y sociales: desplazamientos, contaminación, pérdida de biodiversidad y precarización laboral. Hoy afirmamos que no habrá justicia climática sin justicia económica y social, y que el futuro de la región debe basarse en la diversificación productiva, la soberanía energética y la restauración ecológica.
Los gobiernos deben comprometerse a establecer hojas de ruta para la reducción progresiva del consumo y producción de combustibles fósiles, con plazos diferenciados según sus niveles de consumo y de producción, pero articuladas en una visión compartida que esté liderada por los países desarrollados. El abandono del modelo extractivista debe ir acompañado de planes de remediación ambiental, transformación productiva, sustitución de ingresos fiscales fósiles por nuevas fuentes sostenibles, y políticas activas de empleo que aseguren que nadie quede atrás.
Asimismo, demandamos que las políticas climáticas integren el vínculo inseparable entre crisis climática y pérdida de biodiversidad, reconociendo que la protección de los ecosistemas es esencial en las estrategias de mitigación y adaptación.
El Programa de Trabajo sobre Transición Justa (JTWP, por sus siglas en inglés) debe convertirse en un espacio de acción transformadora que trascienda el ejercicio burocrático. América Latina y el Caribe aportan al mundo una visión de transición que es social, laboral y territorial, a pesar de las brechas de justicia que aún enfrenta la región.
En América Latina aún persisten brechas estructurales en materia de justicia energética. Para 2023, más del 10% de la población de la región (alrededor de 70 millones de personas) no contaba con acceso a cocción limpia, lo que significa que millones de hogares dependen de leña y combustibles fósiles -como el carbón- para satisfacer sus necesidades alimentarias. Estas prácticas provocan contaminación intradomiciliaria y alrededor de 80 mil muertes prematuras al año ocasionadas por enfermedades respiratorias que afectan de forma desproporcionada a mujeres y niñas.
Los datos de la plataforma “Así va la Energía” muestran que, aunque el acceso a la electricidad es casi universal en Brasil (99,9%), Chile (99.8) y México (99,9%), la pobreza energética se manifiesta de otras formas, trascendiendo el acceso eléctrico y afectando a los más vulnerables. En México, el 36,7% de los hogares se considera en situación de pobreza energética; en Chile, el 22,7% de los hogares tendría un gasto excesivo en energía considerando sus ingresos y otros gastos del hogar, en Brasil, las regiones del Norte y Nordeste enfrentan tarifas eléctricas más elevadas y menor calidad del servicio; y en Colombia donde el 36% de la población rural utiliza leña para cocinar.
Bajo ese marco, solicitamos que el JTWP incorpore compromisos concretos que orienten una transición energética justa, basada en la salida ordenada y equitativa de los combustibles fósiles y en el respeto de los derechos humanos. Asimismo, es fundamental que se exprese el compromiso de avanzar hacia esta transición mediante una hoja de ruta que reconozca el liderazgo de los países desarrollados y contemple la salida programada por tipo de combustible y por sector de la economía, dejando por último a los sectores de difícil abatimiento con alta demanda de calor.
De igual forma, la transición justa debe integrarse en todos los instrumentos y diálogos de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), incluyendo las Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDCs, por sus siglas en inglés), Estrategias de Largo Plazo (LTS, por sus siglas en inglés) y Planes Nacionales de Adaptación (NAPs, por sus siglas en inglés), así como en la agenda de financiamiento, asegurando medios de implementación adecuados: financiamiento concesional que no genere deuda, desarrollo y transferencia tecnológica, y fortalecimiento de capacidades para países en desarrollo, en línea con sus prioridades de desarrollo sostenible y en complementariedad con los Artículos 2.1c y 9.1.
La transformación energética no puede limitarse a un cambio tecnológico. Debe asegurar empleo digno, protección social, remediación ambiental, reconversión laboral y participación efectiva de las personas trabajadoras, las comunidades locales, los pueblos indígenas y los gobiernos subnacionales en el diseño e implementación de dichas políticas. En línea con eso, el JTWP debería fortalecerse incorporando una línea de trabajo, particularmente relevante para el Sur Global, sobre minerales para la transición, que reconozca su papel estratégico en las energías renovables y garantice salvaguardas sociales y ambientales que eviten la reproducción de desigualdades y la degradación ambiental.
Por consiguiente, es necesario establecer arreglos institucionales sólidos que garanticen la implementación efectiva del JTWP más allá de 2026. Estos arreglos deben articularse con los órganos constituidos de la CMNUCC y generar sinergias con instancias internacionales relevantes, asegurando que la transición justa sea un eje transversal en la implementación del Acuerdo de París.
Finalmente, para consolidar estos objetivos, se requieren marcos regulatorios sólidos que integren la descarbonización con la protección de los derechos sociales y ambientales, fortaleciendo la gobernanza democrática del sector energético. Esto es especialmente relevante para América Latina y el Caribe, que no puede ser percibida únicamente como proveedora de materias primas, mientras sus ecosistemas y poblaciones asumen los impactos de la transición.
La COP30 debe marcar el punto de partida para una hoja de ruta global de financiamiento climático que cumpla las promesas vacías del pasado y asegure 1,3 billones de dólares anuales hacia 2030. Pero más allá de la cifra, lo urgente es un cambio de paradigma: los flujos financieros deben ser previsibles, accesibles, equitativos y socialmente justos, orientados a la transformación estructural de las economías del Sur Global, no a restringir aún más su espacio fiscal ni su autonomía de desarrollo.
Estos recursos deben financiar la reconversión productiva, la reducción de emisiones y la resiliencia económica, priorizando proyectos que fortalezcan la autonomía energética, la reducción de la pobreza y la creación de empleos verdes. Para ello, es indispensable reformar la arquitectura financiera internacional, hoy anclada en la deuda y la subordinación, garantizando que los países de América Latina y el Caribe puedan invertir en tecnologías limpias, infraestructura resiliente e integración energética regional.
Se requieren reglas claras sobre el uso y destino del financiamiento climático, mecanismos que reduzcan la vulnerabilidad financiera y aseguren transferencias reales de tecnología, junto con la eliminación de subsidios a los combustibles fósiles y la canalización de los recursos de las instituciones multilaterales hacia una transición inclusiva y justa.
La hoja de ruta Bakú-Belém debe integrar el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas, reconociendo que las transiciones deben ser tan diversas como los territorios que las emprenden, y que la gran mayoría de los países en desarrollo necesitan de apoyo para la transición. América Latina y el Caribe pueden convertirse en un laboratorio global de la transición justa, con una de las matrices más limpias del mundo, abundancia de recursos renovables y conocimiento ancestral sobre coexistencia con la naturaleza. Pero ese potencial solo se materializará si el financiamiento se alinea con las prioridades sociales y ambientales de la región, no con los intereses extractivos del pasado.
Belém no es solo la sede de la COP30, debe convertirse en un símbolo de resistencia y esperanza. Por ello, desde aquí hacemos un llamado a los líderes del mundo a adoptar una hoja de ruta global para la salida justa y ordenada de los combustibles fósiles, sustentada en el respeto a los derechos humanos, la biodiversidad y la soberanía de los pueblos.
La transición debe convertirse en un derecho colectivo para quienes han protegido la vida, y por ello, cada compromiso asumido en Belém se tiene que traducir en empleo, justicia y dignidad para nuestras comunidades y territorios.
América Latina avanza en su transición energética con trayectorias desiguales, pero con una oportunidad estratégica común: demostrar que la región puede liderar la transformación global si pone en el centro de la estrategia la voluntad política, la sostenibilidad y las comunidades que la viven de cerca. Esa es la conclusión que emerge del análisis de nuestra plataforma Así va la Energía en América Latina, aplicado a Chile, Brasil, Colombia y México.
Chile se presenta como referente regional en cuanto a integración de renovables, con un crecimiento del 64% entre 2020 y 2023, y mejoras en intensidad energética que superan el umbral internacional y el compromiso de duplicarla. Sin embargo, los conflictos socioambientales vinculados al sector energético, 104 a la fecha, originados principalmente por deficientes instrumentos de ordenamiento territorial y ausencia de mecanismos de participación, recuerdan que la transición no puede medirse solo en gigavatios sino que demandan legitimidad social sustentada en una planificación adecuada y en procesos de ordenamiento territorial inclusivos. Adicionalmente, su matriz energética sigue dominada en un 65,5 % por combustibles fósiles importados.
Brasil combina una matriz históricamente limpia, gracias a la hidroelectricidad, con un 29% de crecimiento en renovables no convencionales, más de 529 mil empleos en energías renovables, y una reducción sostenida de los subsidios a combustibles fósiles desde el choque de precios de 2021-2022. Sin embargo, en 2022 exportó más de 50 mil millones de dólares en crudo. Su reto es reconsiderar esa expansión petrolera a la luz de los compromisos climáticos y sociales que promete defender.
Colombia, por otro lado, avanza con un 11% en renovables no convencionales y mejoras en su intensidad energética superiores al 4% desde 2021. Sin embargo, enfrenta obstáculos de tipo estructural, con una economía fiscalmente dependiente de los fósiles y persistentes brechas de acceso energético, con 36 % de hogares rurales cocinando aún con leña. Estos rezagos, sumados al incremento sostenido de subsidios dirigidos a combustibles fósiles (pasaron de 0,18% del PIB en 2020 a 1,93% del PIB en 2023), muestran la urgencia de acelerar la diversificación económica y energética con un fuerte componente social.
México muestra un potencial extraordinario en solar y eólica, que lo coloca en una posición estratégica para avanzar hacia la descarbonización. Sin embargo, entre 2018 y 2023 las inversiones en renovables cayeron un 91,8 %, y hoy se encuentra como el país que más subsidia los combustibles fósiles en América Latina y el Caribe (ALC). De igual forma, la producción de combustibles fósiles, que entre 2011 y 2020 registró caídas, ha mostrado un repunte en los últimos años. En este contexto, la reforma energética de 2025 puede ser un punto de inflexión para la transición energética siempre y cuando la planeación vinculante establezca metas de energías limpias más ambiciosas y los esquemas de financiamiento mixto y las reglas del mercado den certeza a las inversiones públicas y privadas. El reto central es avanzar en la transición energética garantizando seguridad, sostenibilidad y reducción de la pobreza energética.
La transición energética en América Latina será exitosa y legítima solo si incorpora el enfoque de justicia ambiental y social en todas sus dimensiones. Esto significa garantizar que los costos y beneficios no recaigan de manera desproporcionada entre países productores y consumidores, y que se protejan los derechos de las comunidades, los grupos étnicos y los ecosistemas vitales para la producción y reproducción de la vida en los territorios.
La plataforma Así va la Energía evidencia que, a nivel regional, persisten desigualdades en la cobertura, la calidad y la asequibilidad del servicio eléctrico, así como conflictos socioambientales que cuestionan la falta de equidad y legitimidad en la transición energética. Poner a las comunidades y los territorios en el centro es indispensable para que la transformación energética no se limite a un proceso técnico, evaluado solamente a través del desempeño de indicadores técnicos y financieros; sino que se traduzca en mejoras reales en la vida cotidiana de la ciudadanía. Es una misión colectiva rediseñar instituciones, transformar mercados y garantizar que la transición energética repare inequidades históricas y construya un futuro inclusivo.
Por lo anterior, los abajo firmantes planteamos las siguientes recomendaciones a los ministros de energía de América Latina para priorizar en sus agendas de trabajo:
Interconexión regional: Se debe promover una visión común de largo plazo (2040 ó 2050) regional para la expansión de energías renovables que pueda aportar una mayor certidumbre en la planificación y ayudar a trazar una ruta clara hacia la transición energética. Una meta de este tipo puede contribuir a mejorar la coordinación y alineación de políticas, actualización y expansión de las redes y almacenamiento, inversiones e incentivos entre países, aprovechando economías a escala y facilitando proyectos de interconexión basados en energías renovables.
Reforma a los subsidios: Que los ministros de energía, en colaboración con sus contrapartes de hacienda, crédito público o de finanzas, avancen en la eliminación progresiva y justa del subsidio a los combustibles fósiles. Proponemos para ello que se desarrolle un inventario nacional de subsidios a los combustibles fósiles que sirva como primer paso en una hoja de ruta específica para su eliminación progresiva y justa en cada país. Esto permitirá priorizar el uso eficiente de los recursos públicos y redirigirlos hacia fondos que apoyen la transición energética justa, por ejemplo, hacia energías renovables, eficiencia energética, protección social en el marco de mejora del acceso a la energía, diversificación económica o medidas de adaptación frente al cambio climático, entre otras.
Justicia en la transición energética: Avanzar en un marco común de justicia en la transición energética que establezca criterios regionales de participación y ordenamiento territorial que guíen las políticas públicas, proporcionen coherencia a las inversiones y generen confianza en las comunidades. Esto debe incluir el abandono progresivo de los combustibles fósiles y la adopción de salvaguardas sociales y ambientales claras que protejan los derechos humanos y colectivos, mecanismos efectivos de consulta y participación vinculante, protección de los ecosistemas estratégicos, reconocimiento de las desigualdades históricas que afectan a los grupos étnicos, comunidades rurales y trabajadores.
Actuar con decisión nos permitirá, como región, hacer de la transición energética un catalizador de prosperidad compartida para nuestras comunidades y territorios.